20 de abril de 2019

Itsake





ITSAKE





“No puede haber libertad sin autocontrol”.



Kariska, la Homofel. 

(Los arduos senderos de la paz)



— Mi Señor, percibo cierta inquietud en vuestra persona, ¿qué os preocupa, Sire?— murmuró Kimura con la exquisita cortesía que en ella era habitual.

— Nada que merezca la pena inquietarte, sólo estoy esperando ciertas noticias, nada de especial importancia— dijo el Conde bostezando con despreocupación.

— De ser así mi Señor, otorgadme el privilegio de haceros la espera más llevadera— ofreció Kimura con pasión, acercándose un poco más a su persona.

— No es necesario, mi bella Kimura. 

Lo cierto era que desde hacía unos meses, la dulzura con la que el Conde trataba a Kimura había menguado. Cabía la posibilidad de que, en parte, fuera por el exceso de trabajo que estaba realizando últimamente, aunque Kimura sospechaba que era provocada por la presencia de aquella criatura, Itsake. Una Homofel cuyas atenciones se habían convertido en imprescindibles para su Señor. Pasaban largas horas conversando de temas que para ella estaban, por así decirlo, vedados. Kimura sabía que ella no era más que una esclava, pero hasta ese momento se había sentido especial. Era la favorita, la compañía preferida del Conde, la única a la cual le era permitido adentrarse hasta sus aposentos personales, y, de repente, se había visto relegada a un segundo plano por culpa de aquella guerrera, una guerrera que había despertado en Kimura el miedo y los celos a partes iguales. 

Kimura era consciente de que el Conde podría llegar a prescindir de ella, y aunque le hubiera gustado decir algo para que el Conde acallara sus miedos, la geisha era conocedora del valor del silencio, y éste era uno de esos momentos en los que se hacía necesario. Su amado Conde llevaba diez años planeando vengarse de sus enemigos, y en los últimos tiempos, sus movimientos parecían sucederse con inusitada velocidad.

El Conde no quería precipitarse, pero algo muy recóndito en su interior le hacía sentir la emoción de la victoria al alcance de la mano, lo que le provocaba una tensión que se traducía en un mal humor fuera de lo normal. 

De repente, alguien solicitó audiencia al otro lado de la puerta.

— Adelante…— susurró el Conde, ensimismado. 

Ante sus retinas cobró forma la exuberante figura de Itsake. La sensualidad de sus gestos despertó la admiración de Kimura, muy a su pesar. Las facciones del Conde se transformaron dibujando una sonrisa en sus labios. Un intenso brillo en sus ojos delataba su interés por aquella mujer. 

— Es un placer encontrarme de nuevo con vos, Sire— dijo Itsake inclinando la cabeza con calculada suavidad. 

— Dime Itsake, ¿traes alguna noticia que justifique tu presencia en mis aposentos a estas horas?— preguntó el Conde incorporándose e ignorando a Kimura mientras se cubría con un batín de seda añil.

— Sí, mi Señor, muy buenas noticias, dignas de vuestros oídos— dijo Itsake lanzando una fugaz mirada a Kimura, dando a entender al Conde el deseo de que ésta les dejase a solas.

— Hummm, entiendo. Kimura, déjanos un momento y aguarda hasta que te reclame de nuevo, querida— ordenó el Conde anudándose el batín.

— Por supuesto, mi Señor— respondió Kimura sintiendo cómo una rosa de fuego comenzaba a arder en su pecho.

Una ira creciente recorrió su cuerpo. El insulto de Itsake era claro y directo. De sobra sabía que si alguien requería la presencia del Conde, éste solía ir a la habitación contigua para atender cualquier petición o demanda, pues sus aposentos eran sagrados para él, hasta el momento, al menos. Kimura siempre estaba en los mismos, disponible en cualquier instante, y ahora, súbitamente, aquella Homofel le estaba ganando en su propio terreno. Kimura abandonó el dormitorio, no sin antes lanzar a Itsake una furtiva mirada cargada con todo el odio de su ser, la cual no pasó desapercibida a la Homofel, que sonrió con autosuficiencia. Kimura cerró la puerta tras de sí, con ceremonial cuidado. El Conde exigió la atención de Itsake.

— Cuéntamelo.

— Esa es mi intención, Sire— dijo Itsake, sonriente.

— Y ahórrate los prolegómenos, ve al grano, querida— ordenó el Conde. Su semblante era una máscara de pura concentración.

— Los Koperian están dispuestos para ejecutar vuestras órdenes de ataque en cuanto consideréis oportuno. Sus fuerzas de invasión son muy numerosas y formidables. Es un riesgo a tener en cuenta para el futuro, si se quebrase vuestro pacto de no beligerancia— argumentó Itsake. 

— Cierto, pero recuerda que el tratamiento que les he ofrecido para su enfermedad tiene propiedades paliativas, pero no curativas. Eso les hace dependientes de nosotros hasta que dejen de sernos útiles.

— Si les curaseis completamente se convertirían en una amenaza para vos, y eso sería un juego muy peligroso, mi Señor.

— Cierto pero, ¿un juego? Yo hago del arte de gobernar una ciencia digna de los más aptos para ejercerla.

— Pero mi Señor, tarde o temprano reclamarán un medicamento más eficaz que extinga, de una vez por todas, el mal que hostiga a su raza. Me dijeron que les fue infligido por una antigua estirpe ya desaparecida, los Corláridas, creo. 

— Ya lo había oído, pero esos rumores no me preocupan. Lo único que importa es que si se rebelan, serán exterminados.

— Mi Señor, si llegasen a sospechar de la existencia de vuestro elixir y de las ventajas potenciales que les podría otorgar, se enfrentarían en una guerra abierta contra vos, no lo dudéis. En ciertos aspectos, sus efectivos os llevan ventaja. Son muy, muy numerosos. 

— Ahora nuestro aliado es el silencio. En cuanto me apodere del elixir, todo lo demás serán retazos de un mal sueño. Nada temas, porque para cuando se den cuenta de mi plan, será tarde para todo y para todos— susurró el Conde.

— Únicamente os prevengo de los inconvenientes que podríais encontrar en vuestro camino.

— Lo sé, y te lo agradezco, pero no te preocupes por la estrategia, es cosa mía.

— Solo me preocupo por que todo sea de vuestro agrado. Al fin y al cabo estamos cumpliendo los pasos acordados, vuestros planes se desarrollan según lo previsto.

— He de admitir que eres satisfactoriamente eficiente, querida— dijo el Conde acercándose a Itsake y acariciándole la barbilla.

Fascinante criatura, pensó el Conde admirado. Una mezcla de respeto y admiración se debatían en su interior, le parecía algo de lo más extraordinario que una mujer tan bella pudiera ser tan letal. No pudo evitar la tentación de besarla. 

Al notar los labios del Conde sobre los suyos, Itsake, instintivamente, desenvainó sus garras retráctiles, apoyando sus afiladas puntas contra el estómago del Conde y agujereándole el batín. Éste se apartó por un instante, comprobando cómo pequeñas gotas escarlata se deslizaban por su abdomen. Sonrió y volvió a cruzar sus pupilas con las de Itsake.

— No me harás daño, querida— susurró el Conde mirándola fijamente. 

Itsake, en el acto, volvió a envainar las garras, sintiendo cómo el Conde se pegaba a ella, besándola, esta vez, con más fuerza. 

Una riada de calor sacudió su cuerpo; el Conde acarició su cuello con especial cuidado. Aún confundida, Itsake respondió con fiereza; el valor que demostraba el Conde despertó su curiosidad; se apretó contra él, percibiendo su aroma y la firmeza de sus músculos; con delicadeza, el Conde introdujo los dedos en la casaca de Itsake, rompiendo la abotonadura y dejando al descubierto la aterciopelada desnudez y la perfecta simetría de las formas de aquella Homofel; la tomó con ambas manos y la alzó llevándola hasta la cama. Después de tumbarla sobre ella, continuó quitándole el resto de la ropa y acariciándole con suavidad la tersa piel de sus muslos. El Conde se desprendió de su bata y se tumbó sobre ella, volviendo a besarla con pasión. Itsake se dejó llevar, sintiendo deslizarse al Conde dentro de ella; jadeó con fuerza, apretándole la espalda con ambas manos; el fuego de una sudorosa pasión incontenible sacudió sus cuerpos en un rítmico oleaje lento y profundo; el éxtasis los envolvía en un salvaje círculo de contorsiones y caricias, y cuando sus pieles perdían el contacto durante algunos segundos, ambos se observaban en silencio, precipitándose con más ansia que las veces anteriores, diluyéndose sus consciencias en un placer tan inesperado como adictivo. 

Entre tanto, al otro lado de la puerta, Kimura, agazapada, oprimía con fuerza su puño contra el corazón, sin poder reprimir que sendas lágrimas surcaran sus mejillas mientras se torturaba escuchando a su amado Conde poseyendo a otra mujer en el lecho en el que ella, desde siempre, había colmado de atenciones y cuidados a su Señor.

A la mañana siguiente, el Conde se encontraba de un humor excelente; Mesala le observaba sorprendido mientras le oía tararear durante el desayuno; movía el tenedor cual batuta a la par que iba cogiendo trozos de fruta de las bandejas que portaban los enanos; ya llevaba más de tres raciones, su apetito parecía no tener límite.

— Estas fresas saben deliciosas. Pruébalas Mesala, ya verás –dijo el Conde señalando la bandeja.

Mesala alargó la mano, cogió una, y se la metió en la boca, más por el hecho de obedecer al Conde que por que realmente le apeteciera. Durante años, el senescal se había acostumbrado a comer únicamente cuando disponía de un momento libre, y jamás en presencia de su Señor, ya que podía considerarse una falta de respeto.

— Sí, mi Señor, son ciertamente muy sabrosas –dijo Mesala, sonriendo levemente.

— No entiendo cómo hay personas que no disfrutan de estos placeres y que alimentan su cuerpo y su espíritu con basura deshidratada.

— Yo tampoco, Sire –respondió Mesala observando extrañado la conducta del Conde.

— Bueno, ya estoy lleno. Iros –dijo el Conde lanzando el tenedor a la cabeza de uno de los enanos.

Una vez todos los sirvientes hubieron salido de la estancia, el Conde se levantó y caminó hasta un amplio ventanal que daba a una de las terrazas de su palacio de Thanos. Sin girarse, hizo un gesto a Mesala para que se acercara a él.

— Mi buen Mesala, he decidido hacer un par de cambios en mi plan que sé que, a la larga, serán de lo más provechosos.

— Ordenad, Señor.

— Primero, Itsake no saldrá a cumplir la siguiente misión que tenía encomendada. Quiero que prepares a un comando de Walkirias en su lugar.

— ¿Puedo atreverme a preguntar el motivo, Sire?

— Normalmente no podrías, pero hoy estoy feliz, así que voy a complacerte. Quiero que Itsake inicie cuanto antes un programa de formación para aprovechar su potencial. Yo mismo me encargaré de ponerlo en práctica.

— Sí, mi Señor, como ordenéis.

— También quiero que te lleves a Kimura.

— ¿Señor? –dijo Mesala muy sorprendido. En los años a su servicio, nunca había visto al Conde separándose de su hermosa geisha.

— El entrenamiento que voy a realizar con Itsake requerirá todo mi esfuerzo y concentración. No me apetece que nada me distraiga. Envía a Kimura a… Krystallus-Nova, a visitar a sus hermanas. Dile que le he concedido unas merecidas vacaciones, que la echaré mucho de menos y que esperaré con ansia su regreso. Dile lo que quieras, pero que esta noche no esté aquí.

— Sí, Señor.

— Bien, y ahora tráeme a mis querubines, aún no les he dado los buenos días –dijo el Conde al tiempo que abría las puertas de cristal que daban a la terraza.

Mesala puso rumbo a las habitaciones donde descansaban las mascotas de su Señor, mientras éste se imaginaba las posibilidades que albergaba aquella extraordinaria mujer que había despertado una reciente fascinación en alguien tan poco impresionable como él.























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