1 de julio de 2009

ESCENAS DE SILLMAREM (Zaley-Te. Parte I)



 





Zaley-Te.



«EN LA SENCILLEZ ESTÁ LA VIRTUD». 


PROVERBIO REBELIS. 



 Zaley–Te. (Parte I).


Un par de pupilas de un color tan azulado y profundo como el invisible océano de pensamientos que contenían tras de sí, permanecían clavadas en la brillante luna del planeta–capital de los Sistemas fronterizos. Stephan Seberg, primer ministro de Zaley–te, se hallaba sumergido en un descorazonador dilema moral. Su puño estrangulaba con furia sorda el papel de un correo recibido recientemente. 

Las tropas imperiales habían conquistado Ankorak y rebasado las fronteras jurisdiccionales de nueve sistemas independientes, transgrediendo todas las convenciones de paz de las cámaras de los Sistemas Unidos y anexionando las colonias exteriores de la Interfederación cerca de lijam–7.

Una creciente ira inundaba sus venas. Oleadas de saqueos y asesinatos habían estallado en todos los rincones de los sistemas fronterizos. Los casacas negras del imperator estaban devastando cada planeta de su pueblo. En esos momentos naves de desembarco, de guerra, orbitaban alrededor del planeta a la espera de la orden final. 

Su ultimátum no ofrecía alternativa alguna. Sometimiento total o exterminio planetario. Un fino y delicado punto de luz rasgó la noche con una luminosa línea ardiente. Ahí están. Y con ellos su mensaje de muerte, pensó Stephan Seberg agitándose inquieto. Una voz formal brotó de un intercom, a sus espaldas. 

—Una delegación imperial solicita permiso de audiencia personal con vos, mi señor premier. 

Qué educados, pensó Stephan Seberg sin romper su silencio. De nuevo la voz formal con un ligero tono de impaciencia reclamó una respuesta. Stephan Seberg apretó con fuerza la mandíbula. 

—Mi señor… os ruego, se hallan a la espera.

—Que sean recibidos con toda la etiqueta y protocolo debidos a su rango. Se atenderán sus peticiones en la sala de audiencias del gran consejo. 

—Como deseéis, mi señor —la voz cortó bruscamente el intercom. 

Antes debo atender otra delicada cuestión, pensó al tiempo que giraba sobre sí mismo, daba un brusco paso y se detenía en seco con la mirada clavada en la alfombra, concentrado en los pasos que debía tomar a continuación. Tenía un plan y debía ejecutarlo con precisión. 

Rápidamente, tras acercarse a un pesado armario de antigua madera, Stephan Seberg accionó una palanca oculta, brotando del interior una escalera que le condujo a un pasadizo hábilmente disimulado que desembocaba en una cámara secreta sólo conocida por él y uno de sus amigos más leales. 

En su interior siete encapuchados aguardaban pacientemente su presencia. Una severa mirada de Stephan Seberg censuró la presencia de un par de hombres armados con rifles rebelis de disparo silencioso. Al verle, sus brazos se posaron en el corazón, saludándole a la manera rebelis. 

—Son lobos–nocturnos, auténticos guerreros Shinday, nada temas gran padre. Un discreto gesto les obligó a retirarse tras unas cortinas. 

—Ya estamos solos. Ahora dinos por qué requieres nuestra presencia con tanta urgencia —dijo una voz. 

—El imperator exige nuestra rendición. 

—Lo sabemos. Lo sabemos antes, gran padre, mucho antes que…

—Han conquistado y saqueado… —intentó decir Stephan.

—Lo sabemos, el tiempo apremia —cortó impaciente la voz. 

—Ya nadie los parará. Debemos ganar tiempo hasta que consigamos ayuda de los Sillmarem. Mis correos partieron hace siete semanas. 

—También lo sabemos. Llevamos mucho tiempo luchando contra el señor de las garras de platino. Dinos qué quieres de nosotros gran padre —dijo otro de los encapuchados con voz profunda. 

—Dinos Asey, ¿qué quieres de los hijos de los árboles? 

—Vosotros sois los siete Niskatares, los guías de las siete naciones rebelis. Yo, Asey, como gran Munjat, el gran padre–guía del pueblo rebelis, solicito vuestro brazo para declarar la ola–tahey al imperator. 

—La guerra eterna al imperator.

Tres de los encapuchados se levantaron bruscamente.

—Hace cinco milenios que no se declara la ola–tahey. Es un suicidio, una locura. 

Sólo en caso de extrema amenaza para nuestro pueblo se puede declarar —dijo bruscamente una de las voces. 

—Estamos al borde del exterminio. No tenemos alternativa. Sólo cuando la mano derecha del imperator sea cortada como gesto de rendición, se cerrará la ola–tahey. 

—Sé que millones de los nuestros morirán, pero es preferible eso a la total desaparición de nuestra raza. No hay alternativa —dijo Stephan Seberg tendiendo sobre la mesa siete ramitas de pino con una cinta roja enroscada alrededor—. Que nuestro padre espíritu nos dé el día en el que las armas desaparezcan y sean sustituidas por la inteligencia y la sabiduría. Para hallar la paz entre los hombres. Hasta entonces que nos dé fuerzas y valor para cumplir con nuestra ola–tahey, nuestra guerra eterna al imperator. Mi mente es vuestra mente, mi corazón es vuestro corazón. Así sea. 

—Así sea —repitieron los siete encapuchados al unísono, cogiendo con temor reverencial las ramas de pino y ciñéndose en sus frentes las cintas escarlatas, cerrando así su ritual. 

—Hora es de partir —dijo Stephan Seberg. —sed cautos, tiempos oscuros nos apresan las almas, sumiendo nuestro destino en la más profunda de las ignorancias. Vidas que apagan vidas, sangres que derraman sangres, hombres que exterminan a hombres. No perezcáis en la fatalidad del odio, si no sucumbiréis como lo han hecho ya nuestros asesinos, en la muerte de su alma inmortal —dijo con voz lúgubre Stephan Seberg— partid hermanos y haced que nuestra ola–tahey se extienda tan largamente como podáis. 

Los siete encapuchados, tras levantarse, se inclinaron y salieron cautamente de aquella cámara secreta. Guerra, pensó tristemente Asey. Debemos ganar tiempo. Sus músculos se resentían a medida que regresaba por aquellas interminables escaleras a su despacho. 

Tiempo, ¿para qué? sabía la animadversión que poseía el imperator hacia otras razas que consideraba débiles e inferiores, pero aquella táctica de ataque frontal no tenía sentido. Era una invasión secreta, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba conseguir el imperator con todo ello? todos sabían cuanta superioridad bélica poseía el imperio frente a las demás potencias y civilizaciones y aun así había atacado sin previo aviso y provocación. 

El imperator debía tener un motivo muy concreto, pero ¿cuál y por qué? debía de ser un poderoso motivo, tan poderoso, que pusiera en marcha toda su maquinaria de guerra. 

Por otra parte, sus espías y contactos le habían comentado la posible relación entre el asesinato del archiduque de Portierland y aquella repentina expansión bélica. Se decía que éste había descubierto un profundo secreto del imperator y que su hija, tras la masacre perpetrada a toda su familia, se había hecho con ese poderoso secreto, siendo perseguida por los cazadores del imperator. Unos decían haberla avistado en el mismo Ákila, otros en Ekatón e incluso en Nemus–iris. Rumores y habladurías. Probablemente ya estuviera muerta. 

De ser así quizás, solo quizás, ella poseyera un instrumento de lucha contra el imperator. Son solo especulaciones y yo necesito hechos, pensó Stephan Seberg apretando su ritmo de paso.

Franqueó dos gigantescas columnas que contenían sendas lámparas en forma de árbol que simbolizaban los guardianes de los bosques rebelis. Alfombras y tapices tejidos a mano con suma maestría, ornamentaban las paredes y los suelos, mostrando diversas figuras mitológicas y escenas de hazañas bélicas. 

Al atravesar una enorme puerta de madera que giraba sobre sí pesadamente, Stephan Seberg se acercó a la amplia mesa de reuniones del alto consejo de Zaley–te. Los guardias apostados frente a cada columna se pusieron en rigurosa posición de firmes. Alrededor de la mesa solo había unos cuantos miembros del consejo. 

El resto permanecían desaparecidos, luchando en sus mundos de origen o cautivos bajo las garras del imperator. Stephan Seberg se sentó en el sillón presidencial. Un ayudante le entregó una pequeña nota y le susurró algo al oído. 

–Miembros del consejo, debo comunicaros la inminente reunión solicitada por una delegación imperial. No os voy a decir nada que no sepáis de nuestra actual situación.

Un murmullo de asentimiento recorrió la sala.

—Tan solo podemos ganar un poco de tiempo. 

A quién quieres engañar, se dijo Stephan. Vamos a morir todos. 

— ¿Tiempo para qué? —Aulló una airada voz—. Han exterminado la mitad de nuestros planetas, esclavizado a nuestros hombres, asesinado a nuestros hijos y ancianos por ser una carga económica para ellos y violado a nuestras mujeres. ¿Qué más podemos perder, mi señor premier? ya no nos queda nada, ¡nada! 

Stephan Seberg permaneció en silencio un par de segundos. Un silencio que sacudía sus cuerpos. Estudió los rostros fugazmente. Ira, terror, desesperación, abatimiento. Necesitamos nuestro coraje más que nunca, pensó. Se esforzó para hacer de su rostro una máscara. 

—Tenemos una posibilidad de salvar lo que queda de nuestro pueblo —su tono de voz, impregnado de una profunda serenidad, sembró un velo de duda entre los miembros del consejo que le permitió obtener su atención.

— ¿Posibilidad? ¡Estamos derrotados! —dijo unos de los miembros, que ostentaba el cargo de presidente de andisman–4. 

—Pero no vencidos —matizó Stephan. 

—Y, ¿qué esperáis hacer, mi señor premier? ¿Dialogar con el imperator y pedirle educadamente que se lleve a sus tropas si no es mucha molestia? —preguntó otra voz rabiosamente. 

—Comprendo que…

—Vos no comprendéis nada, maldito Rebelis —dijo otro de los miembros, cuyos prejuicios raciales le hacían considerar a los rebelis como piltrafas subsumamos sin ningún tipo de consideración. Stephan Seberg hizo un supremo esfuerzo de autodominio. Los guardias se pusieron en alerta. 

—Señor, ignoraré vuestra impertinente observación, como vos habéis ignorado que toda mi familia, rebelis o no, ha sido exterminada por las tropas imperiales y que muchos de mis hombres rebelis han sacrificado sus vidas para que vos podáis estar aquí vivo y sano. Tan sano como para olvidar tanto vuestros modales como vuestro agradecimiento a tal sacrificio. Así que teniendo en cuenta las circunstancias, ignoraré por esta vez vuestra observación. Por esta vez.

En el aire se respiraban las implicaciones de esta última observación. Una espesa manta de silencio cubrió sus rostros, ocultando sus temores y resentimientos hacia el premier. Lo tenían por un hombre demasiado independiente y audaz en sus decisiones. Un corazón demasiado salvaje. 

Sólo el apoyo de los ancianos del consejo y el pueblo le habían otorgado tal cargo, sin contar con la lealtad ciega de todas las etnias de los bosques y las montañas, los indomables rebelis y sus temibles guerreros Shinday. Era demasiado honrado, demasiado peligroso para el gusto de muchos de los presentes. 

—Mi señor premier, ¿cuál es la posibilidad de la que habláis? —preguntó uno de los miembros más antiguos del consejo. 

—Efectuaremos un éxodo masivo hacia los planetas de máxima seguridad de la Interfederación, para después, pedir asilo político a los Sillmarem. 

—Pero si nadie sabe quiénes son, ni cómo son, ni dónde están sus mundos. 

—Yo serví con ellos durante un tiempo.

Todos los miembros del consejo murmuraron entre sí. 

— ¿Y cómo pensáis contactar con ellos, señor? 

—Ya lo he hecho —dijo Stephan. 

—Entonces… —comenzó a decir una voz.

—Debemos establecer un orden de prioridades. Todos los miembros del consejo acatareis mis órdenes sin dilación ni duda. No os lo pido, os lo exijo. Si en verdad queréis que sobrevivamos a toda esta riada de destrucción imperial, Onistaye, mi lugarteniente de confianza, os dará las órdenes pertinentes para que cada uno de vosotros se responsabilice de la evacuación de vuestros respectivos mundos. En este instante, naves ocultas de la Interfederación se hallan dispuestas para el éxodo de la población. ¿Y bien? el tiempo apremia y como vuestro premier os exijo una respuesta. 

—Pedís una confianza, una obediencia suicida —gritó una voz.

—Estamos en tiempos suicidas. Os recuerdo que una delegación imperial aguarda en el exterior de esta sala de audiencias y os recuerdo que tomaré cualquier medida, por drástica que parezca, para salvar a nuestro pueblo —dijo Stephan Seberg al tiempo que los guardias daban un paso al frente.

Malditos burócratas del poder, pensó Stephan Seberg. En el cómodo bienestar de vuestros asientos habéis perdido el contacto con las auténticas necesidades de vuestro pueblo durante siglos enteros y ahora que veis peligrar vuestros intereses personales os halláis acorralados como ratas. Malditos seáis. Vuestra negligencia y descuido han costado millones de vidas y más que nos costarán. 

—Y bien, ¿aceptáis mis condiciones? —insistió.

—Acepto —dijo una voz de mala gana.

—Acepto. 

—Yo también acepto —dijo otra voz. La misma respuesta se repitió en los labios de cada miembro del consejo. 

—Aceptamos. 

Por ahora, pensó Stephan Seberg. 

—Bien. Mi mente es vuestra mente y mi corazón es vuestro corazón —Stephan

Seberg saludó a la manera rebelis— Ahora partid.

Los miembros del alto consejo fueron conducidos rápidamente por un pasadizo secreto, escudados por el cuerpo de escoltas.

Ahora viene la parte más difícil, se dijo a sí mismo Stephan. No se le había escapado cómo algunos miembros del consejo reprimían airadas miradas ante su saludo. 

Stephan Seberg se encargaría personalmente de que, en el futuro, el consejo fuera presidido por representantes de todas las etnias existentes en los sistemas fronterizos. No más discriminaciones.

Esa es nuestra mayor riqueza, pensó mientras se dirigía a la sala de audiencias. Se acomodó en un sillón presidencial que situaba la mirada de sus visitantes a la altura de sus pies. Aquello era una treta psicológica premeditada. 

Por una abertura lateral, su lugarteniente Onistaye se situó a su lado. Un selecto grupo de guardias armados hasta los dientes tomaron posiciones por toda la estancia. Stephan Seberg inspiró profundamente. 

–Que pasen, Onistaye —susurró el premier de los sistemas fronterizos—. Que empiece la función. 

Onistaye asintió. En una holoimagen situada sobre su antebrazo, comprobó cómo toda la delegación era explorada de pies a cabeza. Nada de armas biológicas, ni drogas ópticas, microbombas de destrucción localizada, ni de radiación limpia. 

—Bien, que pasen —ordenó Onistaye por su intercom.




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